Hoy por el tedio quizás, por la saturación de información en este entorno envuelto permanentemente en la contingencia y su vorágine, me apropié de esta ventana para hacer uso de las letras y las palabras que han sido siempre mi vehículo de evasión más expedito, y quiero comenzar con una reflexión que surgió ya hace meses, después de la experiencia de cubrir la fuente de belleza en la Revista Impacientes y de observar como todas mis congéneres, sin distingo de edad, persiguen una carrera tortuosa por lograr el ideal perfecto de belleza, como en una empresa extenuante sus energías se reducen sólo a la procura de un cuerpo de Miss y un rostro sempiternamente joven, ARTIFICIOSAMENTE NATURAL
Podría titular este post la Muerte para Empezar...esa frase lapidaria prestada a Fernando Savater, de su libro Las Preguntas de La Vida, aquel que me devoré con avidez en las clases de teatro, hoy la recuerdo a propósito de esta historia, que comienza con otra frase de dolorosa contundencia. Fue aquella tarde entre juegos infantiles, yo tenía escasos ocho años y Catherine era ya una adolescente. Mientras yo jugaba con las Barbies® ella dijo con pasmosa certidumbre: “yo me quiero morir joven y bella, que la gente me recuerde sin una arruga”, yo me asusté, en mi párvula inocencia jamás había cavilado acerca de la muerte a pesar de mi precoz inteligencia, yo recuerdo, solo atiné a responder “yo quiero morir viejita, como de cien años, con muchos hijos y nietos”. Solo después de muchos años comprendí el dolor que se escondía tras esa sentencia, y la terrible premonición que entrañaba.
Catherine no podía desear nada más. Tenía dinero, se conocía el mundo entero, de París, Madrid y Milán cada reducto de moda, cada perfumería pero ningún museo. De regalo de quince años recibió un apartamento precioso y a los dieciocho un carro deportivo blanco, importado desde Miami. Hizo cursos de modelaje en la mejor academia de Caracas y no fue miss porque su baja estatura se lo impidió, consideraba a los kilos su peor enemigo, le echaba agua a los refrescos para no engordar, no comía chocolate ni de casualidad y el día que sucumbía ante un delicioso plato de pasta no ingería más nada. Cada noche se envolvía de plástico para combatir la celulitis, ritual que no abandonaba ni siquiera en los viajes vacacionales. Odiaba su nariz, chata y prominente, y deseaba operársela con tal desesperación que intentó suicidarse ante la negativa de su papá de consentir la intervención. Sobrevivió y logró su objetivo, con uno de los especialistas más prestigiosos quien remozó su perfil, no obstante quedó insatisfecha, la quería más respingada, menos tosca, ante lo cual el Dr, le explicó “para la armonía de tu rostro, no puede ser más pequeña”.
Altiva y dueña de si misma, cultivó una personalidad particular, como celebridad suspendida en un mundo de plebeyos imperfectos, años más tarde me diría “eres demasiado bella pero tienes que adelgazar como 20 kilos” mientras almorzaba solo una rueda de lechoza y yo ya iba ya por un suculento postre. Por ese tiempo su nariz había sufridos otras dos intervenciones, tenía prótesis mamarias y se había “repontenciado” el volumen de sus glúteos.
Aquel día se montó en la avioneta con su novio, el destino eran Los Roques. Dios decidió que no regresara, apenas tenía 27 años y cumplió su sueño de morir joven y bella, sin una arruga.
Catherine era mi hermana. Compartíamos un afecto incondicional y un padre, nos separaban dos personalidades diametralmente opuestas. Hoy, en la eternidad, debe gozar de la belleza inmaterial e inefable de los ángeles.
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